viernes, 5 de julio de 2013

La verdad del pasto



— ¡Qué pequeña es la luz de los faros de quien sueña con la libertad!



¿A quién no le gusta viajar? Hay un mundo tan grande que esconde tantos secretos allá afuera, lejos de la comodidad y los placeres que trae nuestra ciudad natal, que resultaría un desperdicio (incluso me atrevería a decir que más que desperdicio, sería un insulto a Dios), no salir a dar un paseo de vez en cuando. Es cierto que solo tardó siete días en moldear a su voluntad planeta y que para recorrerlo, nosotros debemos gastar una gran parte de nuestras vidas. Pero viajar nunca hace mal: salir a oler el aire fresco del campo, conocer gente nueva, ¿y por qué no? Acampar bajo las estrellas sin más protección que la que nos ofrece la tela de la tienda de campaña conjugada con la Santísima Providencia.

Vayamos un poco despacio, varias veces me he preguntado, ¿qué cosa nos motiva viajar? Y he tenido varias respuestas, sobresaliendo tres en las cuales sospecho que la mayoría de la gente responderá como yo:

La primera búsqueda (digo primera bajo un criterio meramente arbitrario, no porque sea primera por naturaleza, o primera para el hombre, ¡Mucho menos porque sea Causa Primera!) que trataré en esta entrada, se ve originada en el apartamiento tan inhumano que tenemos de nuestra madre la naturaleza. Esto es muy fácil de notar después de pasar días tras días viendo nada más que el frío y triste concreto gris que de vez en cuando se viste de gala con espejos y cristales tan artificiales como las bolas de helado que les gusta freír a los gringos. Y es que estamos tan acostumbrados a la ciudad que no nos damos cuenta de que Dios quería que viviéramos en la tranquilidad y belleza que esconden las cuevas para que nosotros las descubramos, del mismo modo en que lo hacían nuestros ancestros. Pero la naturaleza es sabia, y ha guardado en unos pequeños cajoncitos  llamados ADN, la información que nos heredaron nuestros antepasados. Es por eso que de vez en cuando nos cansamos de la monotonía de las cuevas artificiales y salimos a viajar, a mover nuestros músculos y a atender al llamado de la naturaleza, acercándonos lo más posible a el plan que Dios tenía en un principio para nosotros.

La segunda razón que se me ocurre (y creo que mucha gente estará de acuerdo conmigo) es que la ciudad es aburrida: algunos de nosotros pasamos el día sentados en una oficina tecleando o realizando tediosas labores repetitivas que no nos llevan a ningún lado. Yo, en lo personal, me he sorprendido en más de una ocasión fantaseando con estar recorriendo largas planicies bajo un cielo que orvalla gentilmente sobre mi cabeza, como la caricia de una madre protegiendo a su hijo. Me he visualizado en el campo, en el bosque (ése en donde rentan cabañas), en las montañas o incluso en el desierto;  pasando mi tiempo a solas en reflexión en compañía de los animales que viven por allí. En esos lugares es donde verdaderamente uno se puede conocer como ser humano. Allí están todas las cosas que Dios nos preparó con su enorme amor para que nosotros las experimentáramos, para que rompiéramos nuestros límites y perdiéramos el miedo a vivir nuestra vida como nos plazca. Es en aquella parte del mundo (que cada vez es menor), en la cuál la civilización no ha puesto su corruptor cimiento,es donde el pasto es verdaderamente más verde. ¿O a poco habrá algún loco entre todos los millones de ciudadanos del mundo que no se ha sentido atraído por la aventura? ¡Claro que no! El hombre fue hecho para recorrer el mundo; para admirar la belleza que duerme latente entre las faldas de nuestra madre naturaleza; para sentirse vivo haciendo lo que debe hacer: viajar. Y es que la Naturaleza está siempre en constante movimiento, del mismo modo deberíamos estar nosotros: viajando de un lugar a otro, de un lago a un bosque y de éste a una pradera, andando sin mirar atrás, y sin más compañía que la de un perro que encontremos en nuestro camino, quien como el mejor amigo del hombre, compartirá gustoso con nosotros los conejos que con su hocico atrape.

La tercera razón (que también es la más importante) es la de que el hombre es completamente libre. Estar encerrados en una ciudad nos impide desarrollarnos plenamente, del mismo modo en el que una pecera impide a los peces que en ella habitan, crecer más de lo que el contenedor puede soportar. El hombre nace libre, y ha nacido libre desde que apareció en la faz de la tierra; sin embargo, en el último siglo le ha dado por limitar sus anhelos llevando una vida horriblemente sedentaria y vulgarmente cotidiana. El hombre tiende a viajar porque es en ésta acción donde, no solo se encuentra a sí mismo al superar sus límites y miedos, sino que además, se reencuentra con la libertad que día a día vamos cediendo voluntariamente ante las esclavizantes leyes de la ciudad. Son ellas las que nos impiden hacer lo que nuestra voluntad y sentido común nos dictan. ¿O es que habrá otro loco que crea que el hombre no es libre, y que además de eso no tiene el suficiente sentido común como para tener que depender de leyes y normas sociales que siempre están llenas de hipocresía y necedades? ¡Pues claro que no! Los viajes son naturales: cuando el agua se estanca por mucho tiempo se empatana, del mismo modo sucede con el hombre que hecha raíces tan profundas en su zona de confort, que se le olvida cómo crecer hacia arriba sin detenerse hasta tocar el cielo. Es por eso que todos deseamos viajar, es por eso que en cuanto conseguimos cobrar esas vacaciones que nuestros trabajos nos retienen, lo primero en lo que pensamos es en largarnos (a Acapulco) o a cualquier lugar donde podamos ser partícipes de la majestuosidad de la obra de Dios, y convivir con nuestros amigos los animales, reencontrándonos así con nuestros instintos más primigenios y por lo tanto más propios del ser humano.

Tanto la libertad, como la aventura y la belleza se encuentran en el camino, en el viaje que pocos se atreven a hacer porque están tremendamente malacostumbrados a la comodidad de la ciudad. En el camino, uno puede encontrarse con otros hombres a mitad de la noche, que están haciendo el mismo recorrido; se puede sentir hambre y cansancio, además de la incertidumbre que viene con un cielo nublado que impida orientarnos como lo hacían nuestros ancestros. "Para encontrarse a uno mismo, basta con desubicarse en el mundo" dice un antiguo proverbio chino que leí la otra vez. En fin, creo que viajar es lo mejor que cualquier ser humano puede hacer, por lo tanto propongo que todos los seres humanos en el mundo deberíamos hacerlo todo el tiempo, y cohabitar en comunión con el amor que nos brindan nuestra madre naturaleza, y nuestros hermanos animales, en vez de la hipocresía que reina corroyendo el alma de los que se quedan a trabajar en las ciudades.

2 comentarios:

  1. ¿Estará el hombre destinado a caminar y sentirse libre mientras lo hace?

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  2. Yo creo que sí. Me parece a estas alturas no se recuerda que Adán fue condenado por Dios a no ser sedentario. Él lo tenía tan claro que ni siquiera fundó una ciudad. Sus descendientes andan buscando la tierra prometida, y más o menos lo recuerda. Sin embargo, nosotros los gentiles, creemos que Cristo nos liberó de tan terrible castigo (facilitando su olvido, y promoviendo nuestra sensación de libertad), y bueno creo que eso explica mi parecer a tu pregunta. ¡Gracias por comentar, Maigo!

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